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Los 50 años de Iron Maiden

Se engalana el Metropolitano para recibir a Iron Maiden . El uniforme heavy, pantalón corto y camiseta con calavera, invade una pista en la que, en algún punto, está mi hermano. Mi relación con la banda inglesa ha sido siempre fría, casi de indiferencia; de pequeño me parecían ruidosos y violentos; de mayor, ruidosos y previsibles.Como sucede en general con los prejuicios, uno no se da cuenta de que lo tiene hasta que alguien, generalmente una persona a la que quiere y respeta, se lo señala. Mi hermano menor (de los dos, el sabio), me lo hizo ver hace tiempo y hoy, con los Maiden celebrando sus primeros 50 años, se prepara para darme el golpe definitivo. Cerca de las 9 de la noche se apagan las luces y empieza a sonar «Ides of March» por los altavoces. La tensión aumenta y algún veterano, entre nervios y sofocos, rompe a sudar. Sigue «Murders in the Rue Morgue», con guiño incluido al gran genio del tormento, y entonces sí. Con un redoble de batería y un estallido aparece Iron Maiden sobre el escenario. El inicio del concierto es un guiño a los primeros años de su carrera, con canciones casi inéditas como «Killers» y «Phantom of the Opera», mucho más cerca del punk-rock que del heavy que ha marcado después su carrera. En esta gira, en la que se introducen pantallas por primera vez, debuta Simon Dawson, que suple al mítico y retirado McBrain. Tras este primer bloque nostálgico, Bruce Dickinson saluda a Madrid en la primera de sus pocas intervenciones y se lanza a por el primer gran éxito de la noche, «The number of the beast», que va in crescendo a partir de las capas de guitarra. El estilo de Iron Maiden es eso que, a veces por generalizar, llamamos heavy metal, aunque desconozco el punto exacto en el que el rock voltaico se convierte en heavy… ¿un pasito después de Led Zeppelin? ¿Sabbath? Hablar por hablar.Lo cierto es que Iron Maiden es mucho más que una etiqueta estilística: sus composiciones están más cerca de la música clásica que de Elvis, y en las letras narran gestas épicas de héroes, naufragios, soldados y demonios. En la banda hay tres guitarristas, Dave Murray, Adrian Smith y Janick Gers, que podrían ser solistas en cualquier agrupación del planeta; aquí, en cambio, no hay artificios innecesarios y los solos son una extensión de la composición, que es el gran éxito musical de la banda de Steve Harris, bajista extraordinaire y el cerebro tras la calavera. Hacia la mitad suena, brillante, «2 minutes to midnight». Dickinson canta como siempre, Steve parece un gigante y el terrorífico sonido del Metropolitano no molesta a nadie. Observo que el contraste, principio básico de todo Arte, se encuentra casi exclusivamente en la subdivisión. Cuando quieren correr, ocupan el compás; para frenar se vacía. Es un juego constante que ofrece pequeños respiros al oído y mantiene al cerebro enganchado durante dos horas de intenso espectáculo. Se atreven después con «Seventh Son of a Seventh Son», convirtiéndola así en la primera sinfonía que se interpreta en este estadio. Aquí no sólo hay subdivisión: cambian de tempo, de métrica, de registro y de concepto. Las guitarras se vuelven cantantes y el batería suda durante 10 minutos de virtuosismo. Miro hacia abajo y allí, donde supongo que estará mi hermano, todo el mundo presta atención. Jamás había visto este cronista a 55.000 personas moviendo la cabeza en silencio al son de una pieza instrumental, menos aún una tan extensa y compleja. Con «The Trooper», éxito mundial, «Hallowed be thy name», otra gran composición , y «Iron Maiden», título del primer disco de la banda, cierran antes de los bises. La ópera de Iron Maiden termina poco antes de las 11 con «Fear of the Dark», otra de las épicas, y «Wasted Years», la favorita de mi hermano catatónico. En mi cabeza resuena la voz de nuestra madre, a quien (lógicamente) le resultan demasiado duros «estos grupos». Yo, vencido ya el prejuicio, empiezo a pensar que quizá, sólo quizá, es lo que estaría haciendo Mahler de haber nacido en la era de las Fender.

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