En 2026, la violinista Anne-Sophie Mutter celebrará medio siglo dándolo todo sobre los escenarios de todo el mundo. A juzgar por su carrera, parece que debería ser muy, pero que muy anciana, pero no es así: tiene solamente 62 años , de modo que le queda muchísimo tiempo por delante. Lo que pasa es que empezó muy joven y por arriba del todo. No es que tuviese una carrera fulgurante, es que el fulgor era ella misma –y sigue siéndolo–. La descubrió el mítico director Herbert von Karajan , que la encumbró desde el inicio hasta lo más alto. Desde el principio se convirtió en una presencia constante en todos los grandes escenarios y sus grabaciones se convertían en referencias imprescindibles en cuanto llegaban a las tiendas de discos que tanto echamos de menos. Ahora, cinco décadas después, mantiene una actividad constante en la que alterna no solamente su tarea como solista sino, especialmente, haciendo música de cámara e impulsando la carrera de jóvenes talentos. Entre ellos, nuestro Pablo Ferrández , que junto a ella y al también veterano pianista Yefim Bronfman está recorriendo este año medio mundo para interpretar el trío 'Archiduque' de Beethoven y el trío con piano de Tchaikovsky . Sin saberlo, Ferrández acaba siendo el protagonista de la conversación. «Me siento especialmente feliz y orgullosa de presentarme con uno de los mejores violonchelistas jóvenes del momento, Pablo Ferrández. Fue becado en mi Fundación. Tocamos juntos en Madrid cuando él era todavía estudiante, hace unos diez años. Ahora es un artista internacional. Le tengo un enorme cariño», explica Mutter.— La formación en su fundación parece dar grandes frutos. ¿Qué le aporta tocar con Pablo o con los jóvenes talentos que la rodean?—De Pablo me impresiona su capacidad de observar, aprender y, al mismo tiempo, mantener su personalidad. Es un músico muy curioso: quiere saber, explorar, entender. Y tiene un sonido único, bello y versátil. Con los demás jóvenes ocurre lo mismo: es una alegría ver cómo crecen, cómo se abren al mundo. Creo que en la vida de un músico es esencial tener conciencia social: tocar en conciertos benéficos, enseñar, mirar a nuestro alrededor y entender que la música puede cambiar la vida de las personas.— Dice que admira la curiosidad de Pablo. ¿Era usted igual cuando empezaba?—Creo que sí. Toda persona inteligente tiene curiosidad y la capacidad de cuestionarse. En el arte y en la vida hay infinitas posibilidades. Y eso empieza con preguntas. Usted, como periodista, lo sabe bien: contrastar fuentes, indagar, repensar lo que se da por hecho. Los músicos hacemos lo mismo: revisamos, preguntamos, dudamos. Un joven intérprete debe ser un buscador de miradas, no un cazador de fórmulas. No debe haber dogmas en la interpretación, ni conformarse con una versión porque haya tenido éxito.— Con tanta tragedia en el mundo, a veces uno puede sentirse culpable por estar en un concierto mientras otros sufren. ¿Cómo lidia usted con este sentimiento?—Es cierto, pero pienso que la música es un regalo para el mundo. Todos tenemos acceso a ella de algún modo: cuando cantamos a nuestros hijos, cuando tarareamos una melodía, cuando bailamos en familia. La música nos rodea. No hace falta ir a una sala de conciertos para tenerla en la vida. En Ucrania, incluso bajo las bombas, la gente sigue haciendo música en las estaciones de metro. Eso me conmueve profundamente. La música no es un lujo. Es tan necesaria como comer o beber.— ¿Por qué cree que tiene ese poder?—Porque está enraizada en nosotros. El oído es el primer sentido que se desarrolla en el vientre materno y el último que desaparece al morir. En las personas con demencia, la memoria musical es la última en irse. Y si miramos atrás, hace al menos 50.000 años que los humanos hacemos música. Es parte de lo que somos. Además, la música une culturas: mire nuestro trío, venimos de lugares distintos y, sin embargo, cuando tocamos juntos sentimos que somos una sola persona. Es una bella revelación: en el fondo, somos una misma especie, y a veces solo la música nos lo hace ver.